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¿Existe un imperialismo chino?

Por César Arenas Ulloa 

Publicado: 2022-01-10


Poco antes de retornar a Rusia desde el exilio, Lenin publicó Imperialismo, fase superior del capitalismo (1916). En este libro, el futuro conductor de la Revolución bolchevique auguraba el fin del liberalismo económico en las naciones más industrializadas, es decir, de la doctrina del librecambismo y de la competencia entre las empresas. Y no se equivocó. Aunque en la década sucesiva (los “locos años veinte”), se produjo una liberalización paulatina del comercio en Europa, la Gran Depresión (1929) condujo a que países como los Estados Unidos de América implementaran medidas proteccionistas para evitar los desequilibrios comerciales (Ley de Aranceles Smoot-Hawley de 1930). Medio siglo antes, en ese mismo país, se había creado el primer monopolio del mundo, la Standard Oil Trust (1982), cuyas operaciones cubrían la extracción, transformación, distribución y venta del 90% del petróleo estadounidense. Aunque unos años después, el presidente Harrison aprobó la Ley Sherman (1890) para combatir las prácticas monopolísticas y la competencia desleal, su efectividad fue bastante menor hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial.

Terminado el paréntesis de la “economía de guerra” (control de la política monetaria, autarquía productiva, ahorro energético, aumento de la industria pesada, disminución del salario, racionamiento, etc.) que culminó con la derrota de los fascismos europeos y la consolidación de los EE.UU. como la primera potencia industrial y militar del planeta (hegemonía solo disputada por la Unión Soviética, entrampada en el espejismo reformista del “socialismo en un solo país” de Stalin), las ideas de Lenin fueron retomadas por el comunista italiano Arrigo Cervetto quien acuñó, en la primera mitad de los años cincuenta, el término imperialismo unitario. Para Cervetto, en el nuevo orden mundial, casi ningún país podía jactarse de ser económicamente independiente del sistema capitalista. La competencia entre capitalismos “nacionales” que había conducido en el pasado a las dos guerras mundiales, se resolvía ahora en el fortalecimiento de una burguesía internacional que era la única beneficiaría de la aparente división del globo entre un bloque democrático-capitalista y otro dictatorial-comunista. En el fondo, no existía una verdadera elección y los sistemas políticos poca influencia tenían en la determinación estructural del cuadro general: El capitalismo se había convertido en el único sistema-mundo.

La caída del Muro de Berlín (1989) y del “socialismo real”, lejos de modificar esta situación, no hizo más que develarla, ya que significó la convergencia de un sistema económico (capitalismo) y otro político (democracia liberal) como receta exclusiva para el desarrollo de un país. En este aparente mundo sin ideologías o “fin de la historia”, la preeminencia de los EE.UU. solo se debió a su mayor participación en el complejo productivo-financiero del imperialismo unitario, secundado por su relativamente nuevo satélite transatlántico, la Unión Europea (1993). Sin embargo, la situación privilegiada del binomio EE.UU.-UE (cuya continuidad peligró durante la presidencia de Trump) ha comenzado a verse amenazada, desde hace varios años, por el rápido ascenso de la República Popular China. Analizar cómo este país pasó de la semifeudalidad a ser la segunda economía más grande del mundo, en menos de medio siglo (Mao murió en 1976) y sin adoptar la receta política de la democracia liberal, sería motivo de otro artículo. Pero una cosa debe quedar clara: Una vez más, como en el caso de la desaparecida Unión Soviética post-Lenin, China no se presenta como una alternativa al capitalismo, sino como un nuevo protagonista en el drama de su desarrollo histórico.

La mejor muestra del futuro estratégico de China en el escenario internacional es el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda. Se trata de un corredor terrestre y marítimo que pretende conectar Asia y Oriente Medio con Europa. Mientras la ruta terrestre parece estar asegurada por su socio Rusia y los antiguos países de la Unión Soviética, la ruta marítima es la que mejor ha puesto en funcionamiento el poder económico de Pekín. Un ejemplo de esto fue la compra del 51% de la empresa Puerto El Pireo (el más grande de Grecia) por la empresa estatal china Cosco en 2016. Grecia (aquejada por la crisis de la deuda soberana desde 2009) se ha convertido así en el punto de llegada de los buques de carga chinos que cruzan el Canal de Suez desde el Océano Índico. Además, el gigante asiático no ha ocultado su intención de adquirir el control de otros puertos europeos como el de Trieste, en Italia. De hecho, este último país ha sido el primero del G-7 en firmar un acuerdo (2019) para ser parte de la gran red de infraestructuras que China quiere financiar.

Otro lugar en el que Pekín ha puesto sus ojos, desde 2012, son los Balcanes. Los asiáticos han establecido acuerdos comerciales con Serbia (la empresa semipública Huawei colaboró con el Ministerio del Interior de dicho país para la instalación de más de 1000 cámaras de videovigilancia en Belgrado), Montenegro (donde el Estado chino está financiando infraestructura vial), Bosnia-Herzegovina (que ha recibido un préstamo de 680 millones de dólares para la renovación de una central eléctrica de carbón) y Hungría (primer país de la UE donde el gobierno de Xi Jinping está construyendo directamente una red ferroviaria). De hecho, la futura línea Belgrado-Budapest, comenzada en 2018 y clasificada como “secreto de Estado” por el Parlamento húngaro, es clave para el ingreso de mercancías chinas al centro y oeste de Europa desde su puerto griego.

No en vano, la sostenida política de acercamiento y colaboración con el gobierno de Xi Jinping de la ex canciller alemana Angela Merkel (quien viajó repetidas veces a Pekín para firmar importantes acuerdos bilaterales) y la crisis del Covid-19 (que mostró los límites del multilateralismo occidental) han terminado por convertir, en 2020, al país asiático en el primer socio comercial de la UE, por encima de EE.UU. Esto, a pesar de las innumerables denuncias que tiene el Estado chino de abusos contra los derechos humanos de disidentes políticos y poblaciones minoritarias como los uigures o tibetanos; y que evidencia la hipocresía de las democracias liberales. Lo anterior confirma que la “guerra comercial” entre Washington y Pekín por la hegemonía en el “viejo continente” ha sido saldada en favor de esta última. En ese sentido, la salida del Reino Unido de la UE (Brexit de 2020) y la formación de una alianza estratégico militar entre dicho país, EE.UU. y Australia (AUKUS, establecida en 2021 y que levantó las protestas del gobierno de Macron por la cancelación de un contrato para adquirir submarinos nucleares franceses por parte de Canberra) no hacen más que demostrar que el destino de Londres era mantenerse fiel a su solidaridad anglosajona y transatlántica, a contrapelo del eje París-Bruselas-Berlín.

El destino de China se jugará en los próximos años, años en los cuales asistiremos a un rearme militar y energético en los países más industrializados (la UE está buscando, a través de una “revolución ecológica”, alcanzar la autonomía energética, mientras China y EE.UU. parecen seguir apostando por energías contaminantes, al menos por un par de décadas más). Pero suceda lo que suceda, solo podemos atrevernos a sostener la siguiente tesis: El ascenso del gigante asiático no significa la aparición de un nuevo poder imperialista; al contrario, se trata de la consolidación del sólido edificio del imperialismo unitario, uno que empieza a abandonar el ornamento retórico del liberalismo político y se muestra, al fin, tal cual es, como una perfecta “sociedad de control” (Deleuze) capitalista.


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EMANCIPACIÓN

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