Les compartimos la crónica de la visita de uno de nuestros militantes al Comedor Grupo Solidario. Los invitamos a leer está crónica y a colaborar con Mariela, presidenta del Comedor Grupo Solidario. 

Regreso al “Solitario”, ya me acostumbré a llamarlo así. Veo que un grupo de jóvenes están cortando el cabello gratuitamente, mientras las madres llaman a viva voz a sus hijos y esposos para que aprovechen la trasquilada. “Tenemos que aprovechar”, dice de pronto una señora de familia.
el solitario invisible 

“¿A quién se le ocurre construir una ciudad bajo una nube gris y eterna?”, me pregunto mientras voy subiendo en una mototaxi por un camino lleno de baches, rumbo al asentamiento humano “Nueva Casuarina”, en el distrito de San Juan de Lurigancho. A medida que nos adentramos en la ladera, una espesa neblina va cubriendo cada rincón, hasta ocultarnos de la ciudad a nuestros pies. Hace frío, la ropa no seca y se respira mucha humedad, pero aquí esta es la rutina.  

Por fin la mototaxi se detiene, al lado de un pequeño habitáculo hecho de triplay y calaminas enmohecidas. “Comedor Grupo Solidario”, reza un pequeño cartel en la pared. No queda otra opción. Ante la crisis provocada por la emergencia sanitaria, muchas familias han recurrido a los comedores populares para poder alimentarse.

Hoy han llegado algunas donaciones, básicamente alimentos, que no durarán mucho, pero que al menos supondrán un respiro para las madres de familia del comedor. Con toda hospitalidad, los donantes son invitados a pasar al interior, a servirse de panes con anchoveta y avena. Todos sonríen, algunos por autocomplacencia, otros por alivio.

De pronto, la señora Mariela, la presidenta del comedor se pone de pie, agradece muy gentilmente, y nos cuenta las dificultades que enfrentan las madres de familia en el comedor. “Grupo Solidario” alimenta diariamente a más de 120 personas, y la ayuda es extremadamente escasa. Antes de que lleguen los donantes, el almacén estaba vacío. De no haber venido ellos, ¿qué habrían podido cocinar para hoy? Y aunque logren cocinar algo sustancioso, las ollas son gigantes y pesadas, mientras que la fuerza flaquea.

Salgo a estirar los pies, y me encuentro con la señora María. Me cuenta ella, preocupada, que el trabajo escasea. Claro, los pobres siempre somos los más golpeados. A duras penas obtenemos un cachuelo de vez en cuando, aunque sea para el pan del desayuno. Quiero ser optimista, y al menos le señalo que el nombre del comedor es bonito. Después de todo “Grupo Solidario” suena esperanzador. Ella me mira a los ojos, sonríe vacuamente, y comenta que aquí se le conoce más como “Grupo Solitario”, ante tanta indiferencia y abandono.

Qué distinto es en su tierra natal, Cajamarca. La señora María cuenta que ella se vio obligada a venir a Lima, porque su hijo estaba enfermo de cáncer a los huesos. Le pregunto si él ya está mejor, cuando de pronto advierto que dos lágrimas brotan de sus ojos. “Ya no está con nosotros, hijo”, dice entre sollozos. Suspiro, mientras me entero que él estaba mejorando, pero que la crisis sanitaria lo dejó sin recursos, y sin posibilidad de ser atendido. “Ahora me distraigo aquí en el comedor, ayudando en lo que puedo”, sentencia la señora María, mientras se pierde entre muros de triplay y esteras.

Camino sin rumbo mientras intento asimilar todo lo que escuché. Levanto la mirada, y no puedo sino advertir los tanques de agua, desplegados en fila para recibir las recargas de los camiones cisterna. Recuerdo que la señora Mariela comentó con ironía que el presidente pide que nos lavemos las manos, mientras que aquí cada gota cuenta. Sigo enfrascado en mis pensamientos, cuando percibo que alguien se acerca. “Las cisternas suelen venir cada semana”, me dice una joven que camina con dos niños sobre su espalda, “pero ahora han anunciado que vendrán cada 10 días”.

Sigo dando pasos, buscando algo que me de consuelo, cuando escucho la voz de la señora Juana. Me pregunta si vengo de “Nueva Casuarina”, a lo que respondo afirmativamente. Ella se acomoda bien su raída mascarilla, y me comenta que tras haber dado unos pasos de los tanques de agua, ahora me encuentro en el asentamiento humano “Los Jardines”. Pregunto dónde está su comedor, ya que siento mucho interés por conocerlo. La señora Juana me mira muy seria, y responde que aquí en “Los Jardines” no existe comedor. Bajo la mirada por el desaliento que me va invadiendo lentamente. La señora Juana prosigue, y cuenta que si en “Nueva Casuarina” llega ocasionalmente algo de ayuda, aquí no ha llegado ni medio kilo de arroz desde que empezó la cuarentena. Le agradezco por su tiempo, evito mirarla a los ojos, quizá de vergüenza ante mi impotencia, y me despido.

Regreso al “Solitario”, ya me acostumbré a llamarlo así. Veo que un grupo de jóvenes están cortando el cabello gratuitamente, mientras las madres llaman a viva voz a sus hijos y esposos para que aprovechen la trasquilada. “Tenemos que aprovechar”, dice de pronto una señora de familia. Una sonrisa nostálgica se dibuja en su rostro. Mientras habla, me voy enterando de que aquí no hay peluquerías cerca, los servicios públicos tales como la posta médica y la comisaría están lejos, y las mototaxis cobran seis soles para regresar “desde abajo”.

Ya no siento sorpresa. Solo observo las pequeñas casitas de esteras sobre las laderas, las ollas gigantes del comedor, los tanques de agua, a la señora María que regresa presurosa a ayudar a cocinar; mientras recuerdo las detenciones arbitrarias a las obreras de limpieza pública, o el conflicto de Espinar. Y nada debería sorprenderme, pero súbitamente se me viene a la cabeza los ruidosos esfuerzos del gobierno para la reactivación empresarial, y el silencio ante las necesidades de los más vulnerables. Quizá somos invisibles, tras la eterna nube gris.

Un militante anónimo